Monday, July 25, 2005

para alumbrar tu soledad inextinguible

Como cuando era niña y luego de leer una página de La máscara de la muerte roja de Poe me iba corriendo a jugar para exorcizarme: cerré el libro con fuerza, lo aparté de mi vista, lo escondí en un placard. Me fui a fumar un cigarrillo al patio. En realidad hubiera querido dormir unas horas pero me parecía una actitud de cobardía. Si trataba de olvidar aquellas palabras iban a volver. Era la Ley del Eterno Retorno. Saqué pecho a la situación e invoqué una sesión de clarividencia. Busqué alcohol y solo encontré una lata de cerveza en la heladera. A falta de sahumerios, prendí una vela, y cigarrillo en una mano, vaso en la otra, me hundí nuevamente en el sillón. Cerré los ojos y cuando los abrí me encontré al espíritu de Radclyffe Hall enfrente mío. Estaba toda arrugada, portaba una chaqueta sucia, borceguíes y pantalones demasiado anchos para su flaco cuerpo. Pensé que debían ser los estragos de la errancia, pues en vida habría tenido suficiente dinero como para vestirse un poco mejor. Como para iniciar la conversación le dije que un par de años atrás había recorrido infinidad de librerías intentando inútilmente encontrar su libro (The well of loneliness) y que paradójicamente lo había visto en la mesa de saldos de un lugar llamado El túnel un tiempo después de haber desistido de la búsqueda. Ahora lo tengo aquí y lo he leído con mucha atención dije para finalizar. ¡Oh la grande, incomprensible, locura! -exclamó de repente- ¡un Amor que de tan profundo se hace inaccesible, que de tan perfecto se hace frágil como una copa de cristal, que de tan íntimo necesita ser violentado por un Tercero...! Sus palabras tenían algo de ese intenso patetismo lírico que surcaba toda la novela. Me sorprendió, sin embargo, que aludiera a Martín de ese modo. Imaginé que a lo largo de estos habría leído a Freud. Stephen parece disfrutar de su condición de expulsada aunque da gritos y se retuerce. Aún sin un tercero, ella está siempre descentrada... el pozo es un agujero negro y la soledad es, pues, INEXTINGUIBLE. – dije, usando palabras de la otra, exorcizándome (mientras la vela temblaba y el placard se abría de par en par). Me pareció que miraba para arriba como intentando asimilar el avance del tiempo. Así era la soledad y ella lo sabía bien. Aún estando en el siglo XXI el amor sigue sin tener nada que ver con los derechos humanos. Ninguna asociación homo ni hétero es capaz de hacer aparecer al compañero adecuado. Por consiguiente la fantasía honda o utopía olvidada estaría del lado de la eliminación del otro o la autoeliminación. Agregué: por eso a Mary, Stephen, le da el pase de salida con Martín, porque la ofrece en sacrificio para salvaguardad su propia soledad, no por una cuestión política o social. Radclyffe levantó el libro de la mesa y lo abrió en el capítulo 48, con voz grave y mirándome a los ojos leyó:
“-¿Me quieres mucho?- le decía a Mary, buscando tranquilizarse.
“- Tanto que estoy empezando a odiar...”

Es decir: te quiero tanto que te estoy empezando a odiar.
También le recordé que Jamie se había muerto de pulmonía. Aquellas tan bien asociadas con otros invertidos habían sucumbido a la pobreza tapadas por el polvo y la sangre. El amor entre iguales se retrataba por aquellos tiempos con un lenguaje entre melodramático y tragicómico. En París de fines del XIX y principios del XX las mujeres comandaban editoriales y eran anfitrionas en los fumaderos de opio. Algunas reían desfachatadamente con la cara pintarrajeada y hacían acopio del Manual de la Libertina. Se hacían retratos entre ellas, se leían poesía a los gritos. Pero por las ranuras siempre se escapaba alguna demasiado borracha. Se apartaba del grupo a caminar por la Rue Jacob aún con la botella en la mano en busca de otra que la había abandonado para irse a probar suerte a Norteamérica. Entonces no había sentido de comunidad que le bastara ni partenere adecuado. Ver a dos muchachas juntas enredadas en una misma silla era como revolverse las tripas con un cuchillo de carnicero. Le quedaba el río o el pozo.
Como restaban solo segundos para que la vela se apagase me atreví a hacerle una última pregunta. Ahora, señora Radclyffe, ¿con qué nos alumbraremos unas a las otras?. Se puso de cuclillas con las rodillas completamente abiertas y miró fijamente la vela que estaba sobre la mesa. Respondió: Tu me lo dirás. Hace tiempo que nadie me volvía a la vida. Con solo prender esta vela he puesto un pie a fuera de la noche de los tiempos. Quizá todo dependa de un acto sencillo. La llama se extinguió de repente y ella desapareció. Nada se aclaró. Estaba más desconcertada que antes. No tenía palabras para nada y no esperaba encontrar alguna respuesta satisfactoria. Saqué el libro de adentro del placard y recorrí nuevamente las últimas líneas del cuento de Silvina Ocampo que habían desencadenado todo. La última frase decía: para alumbrar tu soledad inextinguible. Y más arriba dos estatuas sostenían sendos globos de luz en un jardín del colegio de la infancia. Me las imaginé de un mármol adusto y rostros implacables. Al recorrer el cuento entero también pude ver a esa niña maldita corriendo y metiendose porquerías en la boca. La niña maldita con rostro de bestia era la niña fantasma. Era rotundamente despreciable y odiosa sobre todo porque era omnipresente. Amada y odiada. De la escritora de la carta (el cuento se llama “carta perdida en un cajón”) nacen dos deseos profundos o un mismo deseo desdoblado: tirarse por el balcón y morir sobre un cajón de basura o envenenarle el vaso a la amiga. No se decide por ninguna de las dos alternativas. Aprende a convivir con el espectro: ¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas en las líneas del libro que leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los objetos que miro?(...) Pensar de la mañana a la noche y de la noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en esa manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier trabajo. A veces, al oir pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir. Imagino las frases que dices, los lugares que frecuentas, los libros que te gustan. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos preguntándome: “¿Dónde estará esa bestia?” o “¿con quién estará?”. Me sentí bien. Yo también tengo una imbécil, un demonio encarnado en cuerpo de mujer, una bestia, una con un precioso cuello para estrangular. Su soledad inextinguible también me provoca pesadillas. Cada vez que voy al supermercado ella camina al lado del chango y me sonríe y me saca la lengua. Cada vez que tropiezo con la alfombra y me voy de narices ella se revuelca en el piso a carcajadas. Cada vez que intento leer algo ella viene y posa sus ojos inquietantes sobre las páginas. La odio. La quiero matar. Ella es la que prende mis velas y evoca mis fantasmas. A veces no se donde comienzan mis límites. Y si su mano es la mía también. Pero algo se: su soledad, más que la mía propia, me provoca ataques de pánico.
Para salir del ostracismo me propuse esta vez dar una vuelta por el barrio. Quizá recorrer aquel parque con aquella vieja calesita. Habiendo hecho dos cuadras entré en un kiosko a comprar pastillas y cigarros. De fondo sonaba una canción familiar. La letra decía: ¿y qué hace ese angelito a las seis de la mañana subida al mástil de este naufragio? Algún ente superior estaba dispuesto a volverme loca y yo me rendía con los ojos y los brazos abiertos. A mi amiga fantasma le encantaba subirse a los árboles por lo que aquel día se la pasó haciendo monerías. Yo la miraba desde abajo y preparaba la gomera para, en algún descuido suyo, apuntarle a la cabeza y asesinarla definitivamente. Esperé ansiosa que se estrellara el cráneo contra el piso con algún movimiento en falso y no sucedió. Una vez más me dispuse a gritar: “¡Quiero mi soledad, quiero mi soledad con sus mil caras impersonales!”. Tanto en mis propias palabras como en las de Raclyffe y Silvina –no se distinguen- pude encontrar una suerte de pequeña linterna. Con ella trato de alumbrarla, sacarla de sus sombras y su soledad. Es casi imposible pero sigo intentándolo. Ella sigue habitando mis entrelíneas.

Tuesday, July 19, 2005

cuerpos extraños

Entonces cada vez que Alejandra veía venir a esta damita con tapado de corderoy rojo y pañuelo en el cuello sacaba un papel doblado en cuatro y leía con voz nasal y sin mirarla a los ojos unas líneas groseramente sexuales. El Acto de recitación ya implicaba un cruce íntimo. Era como frotarse en público. A las mujeres que se tocan no les basta con hacerlo a escondidas contra los azulejos de un baño, deben escribirlo una y otra vez, deben querer excitar a la audiencia, demostrar que aunque ya ganaron la lucha por el Alma aún les queda aquella de la Libertad Sexual cuyo prologo reza: igual con igual, tal para cual (que se alza en contra del pan con pan comida de zonzos). No importaba que las sílabas se apilaran en adjetivos no del todo armoniosos. No importaba si el ruido de tazas, si el murmullo casual dejaba escapar versos. Igual ella cerraba siempre el Acto con un candoroso “pondré estos versos sobre tu tumba y dormirás con ellos por toda la Eternidad junto a esta flor de lis que he arrancado para ti del jardín del vecino de enfrente”. Y la otra sonreía, se sonrojaba, tomaba la flor entre sus dos manos y se la pasaba por el cuello para bañarla del perfume de la piel abrasada. (¡En la flor de la edad estas muchachas hablándole a la Eternidad! Exclamaba algún mirón que por estar del otro lado del vidrio no cazaba ni medio). Ella quiere tragarse la tinta de los versos de su amada hasta que le estalle el estómago y tenga diarrea dos semanas seguidas. ¡Lo que hubiera dado por verle la mano agitada sobre el papel, la palabra en formación , los diálogos censurados por el pudor! Esta vez tenemos la dicha de un jugoso contrapunto. La otra saca del bolsillo otro papel arrugado mientras murmura tímidamente yo también te escribí algo (cuhicuchi). Otra serie de fragmentos vibran en cuerdas vocales. Tose para encontrar aquel tono de voz que se acomode a las palabras. Quizá se le ocurra imitar a la madre ausente leyéndole “los tres chachitos”, quizá se valga de alguna expresión vista al pasar en algún programa de TV, un tornasol de ojos, quizá simule gravedad o llanto contenido. En la otra mano el cigarrillo le da un toque varonil.
Llevada al extremo la escena de masturbarse de a dos con el lenguaje poético tenemos un arte colectivo gay. La dark room con las luces prendidas, el túnel de Amérika, los cines porno. Una estética del fragmento. El cuerpo extraño no es extraño por ser del todo otro sino por ser un cuerpo partido y fragmentado. Un par de tetas, carne, rodillas, lenguas, lunares, tactos, hambre, aliento, por citar solo algo. Reunión y cadáver exquisito. Saaaalió peeerfecctoooo. ¿Y como no va a salir? ¿No somos el espejo cóncavo? ¿No nos encanta explorar lo inexplorado, socavar las metáforas oxidadas, osificadas? Agarramos una flor. Pero en lugar de hablar de ella como el símbolo de la virginidad, la juventud o el simple mequieremuchopoquitonada se adorna con ella la comparsa para el Día del Orgullo. Algunas loquis van vestidas en tanga y le tiran besitos a las cámaras de Crónica. La flor en la cabeza del muchacho se ha convertido en el emblema de una lucha política. El cambio cultural –no me canso de decirlo- debería salir (con fritas) por el lado de la estética.
Asisto a un Ciclo de Poesía. Lo llaman Cuerpo Extraño. Tengo la dicha de estar en primera fila para verle las lágrimas pujantes a Vallerstein. Respiro profundo y no me siento tan sola. Hoy no necesito tanto. Bastaría con una sola palabra que me cierre los oídos a todas las demás. Si me pongo pedigueña: también quisiera una flor de cristal.
El dice:

“nos juramos amor eterno
y con los dientes apretados
me pregunto, qué es la eternidad?
una lágrima
y el remordimiento que causa la mentira
- tengo que confesarte algo amor,
me parece que algún día me voy a morir.”

Ya ya. Suficiente.

Thursday, July 14, 2005

La santa trinidad falocentrista o sobre las trillizas de oro

El control remoto es impertinente. Hay veces que camina solo, tiene vida propia. Y un poco como quien no quiere la cosa se me instala en el canal del sol de colores durante un mediodía un poco nublado cuando recién termino de lavar los platos (estratégica tarea de mujer para mientras tanto fijar algún pensamiento deshilvanado). Aún con las manos mojadas intento cambiar. Pero me detiene una curiosidad burlona, un malsano complejo de superioridad que empuña mi feminismo. El discurso feminista-progre habla por mí. No soy yo sino ell@s. No lo puedo evitar.
Las tres Marías me disparan una sarta de frases insulsas mientras sacuden los pelos rubios delante de la cámara. Por su puesto que no me piensan. Ellas se dirigen a las “mamás” o a la “señora” que, sospechan, se llama Marta o Susanita. Como no entro en ninguna categoría (no poseo el falo ni el suplemento que es el hijo) puedo reirme con desparpajo o simplificar absurdamente.
María Eugenia enseña cómo combatir la pediculosis en los niños: pedi-culo-sis. Pone cara de asco y se rasca la cabeza con el índice de uña larga. Nadie imagina, por supuesto, que es una experta en sacar piojos y liendres, pero en su deber de comunicadora social mediocre o estrella infantil venida a menos (y entrada en años), está en la obligación de brindar herramientas para la mujer de mundo moderno (o del siglo XVIII). Por un momento contemplo la posibilidad de que cierre el informe con alguna frase como “papis y mamis, sacad los piojos a rolete de los niños; hermanitos, sacad los piojos a las hermanitas y hermanitas, extirpad los piojos de las cabezas de sus hermanitos menores”. Pero no. Ellas no saben del uso de la arroba. Tienen clara la diferencia y reproducen valores sexistas heredados.
La hipérbole de un matrimonio falocéntrico: el palo de polo y el caballo como pedestal de la masculinidad. Se puede pedir algo más? Ellas son un banquete para cualquier abanderada o abanderado de la paridad de los sexos. Alérgicas a las velas de cumpleaños y a los piqueteros, cantan con voz aflautada mientras una de ellas rasguea una guitarra. Imposible no asimilarlas con el tríptico de Moiras cuyos cantos conducían a la enrancia a los aventureros. Pero cada vez que la tradición griega invocaba un trío de mujeres distribuía misiones o cualidades particulares a cada una. Estas, por el contrario, son una trinidad de Marías, desean parecer tres gotas de agua y caminan con la placenta colgándoles de las pantorrillas. Dos hermanas iguales son una obscenidad, y si una se dedica a las letras la otra deberá ser científica o deportista, envidias al margen. Tres, en cambio, son un primor. Prototipo de clase y género. Pequeña sociedad donde comulgan intereses y herencias parentales. Da gusto ver las fotos blanco y negro de comunión y escucharlas preguntar: cual es cual? Al parecido físico se le suma una similar flojera de ideas propias. Se interrumpen, se pisan, se hacen morisquetas portadoras de complicidad y también pujan por ganar espacio. Igual terminan por formular un único discurso clasista y patriarcal.
Cuando yo era chica mi abuela me llevó a verlas al teatro. No me entusiasmaron. Prefería la guitarra un poco más afinada de Julie Andrews sonando en disco de vinilo. Una cierta nostalgia por el original o, si se quiere, por el Uno(a).
Pero por un momento tuve la angustia que provoca la sospecha de una mirada parcial sobre algún asunto. Y entonces le puse una cinta en la boca a la feminista exacerbada que daba gritos pelados dentro de mí. Quizá si invitara a tomar un café a María Emilia y en el supuesto caso de que ella aceptara… y si me desempolvara a Sartre y me hiciera caer de la silla citándome a su mujer la Portadora de Voz? Sorpresas te da la vida.
Ya lejos mis reflexiones de lo que me convocaba me acerco y paro la oreja. Descubro que están llevando adelante una polémica sobre quiénes son más histéricos, si los hombres o las mujeres. Una dice: los hombres reaccionan como hombres, las mujeres son histéricas por naturaleza (¿?). Otra dice: los hombres están más histéricos porque ahora van a la peluquería y se compran ropa y se quieren ver bien. (¿?) Y la otra no opina porque está en Londres.
Basta. Cambio de canal.

Monday, July 04, 2005

la vagina centrífuga

La vagina centrífuga o centrifúga. Me preguntaron: ¿centrifúga de “lava y centrifúga”? No, respondí. Centrífuga usado como adjetivo, no como verbo. Parece mentira. No me remite a tareas hogareñas. Me remite a un sexo que devora, devasta. En plena sesión de terapia me senté en el diván y comencé a leer (y leerme) un breve ensayo de María Moreno: “la experiencia es devastadora: los síntomas corroen los cuerpos, la palabra por venir parece abrir tajos. Como si la mujer debiera destruir su cuerpo como el de la cultura y refundarlo a partir de otra mujer mientras va sacando de sí misma (o de la otra) las palabras para decirlo”. Paré ahí. Y quería llorar a los gritos. Una siempre se pone más sensible sobre un diván. La palabra abre tajos... la palabra abre tajos... abre, deja a la intemperie y después saca. Extirpa los fluidos: el orgasmo, el vómito, las lágrimas, el pis, los mocos. (la amo tanto que me da alergia), (la amo tanto que cada vez que la veo me dan ganas de irme corriendo al baño a vomitar), (la amo tanto que me da cistitis), (la amo tanto que, bueno, etc...). Hago mío el párrafo de Moreno, lo degusto, lo repito por las noches, se lo grito por el balcón a una vieja que pasa caminando, lo escribo en mis cuadernos, lo fraseo, lo compongo. Ella hace lo mismo con Djuna Barnes y Djuna Barnes escribe revisando las cartas de Norah Flood que a su vez lee a Safo con los ojos llenos de lágrimas y las manos ensangrentadas. La palabra que quiebra abre y sustituye. La palabra como fluido, como solo sintaxis. Seguí asociando. Alguna vez yo había escrito: “seamos solo sintaxis, sintaxis de cuerpos y sepamos huir”. Era lo mismo, o al menos lo parecía. Pero me di la cabeza contra la pared. Brotó la queja: cuando yo escribo sobre una servilleta arrugada en un bar que tengo nauseas porque ella me está mirando la nausea no se va. Hay una suerte de retroalimentación entre la palabra y el cuerpo. Se abre el tajo, se muestra la herida, se habla la histeria. No se acalla el síntoma. Cuerpos devastados. La palabra crea su propia sintaxis. Se arma hasta los dientes con un tiempo otro y un espacio otro que tiene sus propias reglas. Pero al mismo tiempo se escribe con la sangre que mana del tajo. Es una segunda tinta, invisible y esencial.
Safo como iniciadora y a partir de allí redes inconmensurables de vaginas que se hablan unas a otras. Cartas, diarios, escritos íntimos, luego novelas, poesía. Ahora hay redes que se tejen en blogs. Buscamos un punto cero y no lo hay, como tampoco hay un detrás del cordón, todas somos todas.
Toda somos aquella que se mordía las uñas frente al espejo, todas somos Alicia, y buscamos el embudo que se traga todo, el agujero negro, el Aleph, el espiral donde van a dar todas la palabras y aún las palabras-síntoma (para encontrarla para encontrarnos). Microcosmos y mirador clari-vidente. El punto de fuga, el tajo en el cuerpo, se abre para ganar otros espacios: nunca deja de doler aquello que duele –lo sabía Mansfield- pero lo nuevo, lo que vale la pena –y también lo sabía ella- es ese giro hacia el afuera, la vuelta de tuerca de la vagina centrífuga es la vagina centrípeta. La refundación del cuerpo de la cultura es un retorno a la palabra originaria que le quitaron a Eva de la boca. Ojo de huracán, espiral sin centro, rizoma, todo vale para nombrarla. Ahora la Pitonisa dice: si te traga destruirás tu cuerpo, nacerás de nuevo y aprenderás a hablar otra lengua.